EL ENFERMO
EL ENFERMO ( trabajo de clase 2007 de Alejandro)
Se distinguía ya, a través de la niebla, la mansión del manqués de Bradomín.
Aquilino soltó las riendas del caballo, como si quisiera dejarse llevar. Curiosamente el caballo estiró el pescuezo, levantó la cabeza e inició un trotecillo alegre.
Aquilino trataba de alejar de su mente lo que podríamos llamar varias estampas que le obsesionaban. ¿Por qué reclamaba tan insistentemente los servicios de un pobre médico de aldea nada menos que el marqués de Bradomín, aquel noble autoritario que había hecho grabar en su escudo el siguiente lema: Feo, católico y sentimental?
Pero es que ni siquiera alcanzaba la consideración de un médico de pueblo. Cuando acudía a caballo a visitar a un enfermo la gente desviaba la mirada. Y los labios de los unos se pegaban a las orejas de los otros. No le veían como el médico sino como el hijo de la lavandera. Y la palabra lavandera surgía unida a la palabra marqués en comentarios susurrados en voz baja, tan baja que los oídos de Aquilino los captaban como si fueran cañonazos.
Las gentes malintencionadas sólo entienden las cosas que quieren entender y aparentemente no entendían como se había podido pagar una carrera y un caballo el hijo de una lavandera. Todo el pueblo era así.
Estas imágenes que ocupaban su mente sólo cedían su sitio a otra mucho más angustiosa: el cuadro del pintor David retratando al revolucionario francés Marat muerto en la bañera donde aliviaba su sífilis.
Aquilino estaba ya frente a la mansión del marqués.
El otoño barnizaba de gris la fachada y las hojas caídas crujían bajo los cascos del caballo.
Nada más entrar llegó a sus oídos una secuen-cia de lamentos, que recorrían toda una octava del tono grave al agudo.
Se clavó en la mente de Aquilino una idea que él trató inútilmente de eliminar: el mal de Venus, el mal de Venus, el mal de Venus; así una y otra vez, obsesivamente.
Subió a la habitación del enfermo, venciendo con dificultad su propia resistencia. No se atrevió a mirar de frente el rostro del marqués. Casi contra su voluntad levantó la sábana que cubría el cuerpo doliente.
Estaba acostumbrado a la contemplación del dolor en sus aspectos más crudos y repug-nantes. Al fin y al cabo ese es un tributo al que está obligado un médico. Pero un minuto después le fue imposible recordar qué operación había realizado antes: si cerrar los ojos y taparse las narices, o volver a cubrir con la sábana aquel cuerpo atormentado.
8 DE MARZO DE 2007
ALEJANDRO DE PABLO
Se distinguía ya, a través de la niebla, la mansión del manqués de Bradomín.
Aquilino soltó las riendas del caballo, como si quisiera dejarse llevar. Curiosamente el caballo estiró el pescuezo, levantó la cabeza e inició un trotecillo alegre.
Aquilino trataba de alejar de su mente lo que podríamos llamar varias estampas que le obsesionaban. ¿Por qué reclamaba tan insistentemente los servicios de un pobre médico de aldea nada menos que el marqués de Bradomín, aquel noble autoritario que había hecho grabar en su escudo el siguiente lema: Feo, católico y sentimental?
Pero es que ni siquiera alcanzaba la consideración de un médico de pueblo. Cuando acudía a caballo a visitar a un enfermo la gente desviaba la mirada. Y los labios de los unos se pegaban a las orejas de los otros. No le veían como el médico sino como el hijo de la lavandera. Y la palabra lavandera surgía unida a la palabra marqués en comentarios susurrados en voz baja, tan baja que los oídos de Aquilino los captaban como si fueran cañonazos.
Las gentes malintencionadas sólo entienden las cosas que quieren entender y aparentemente no entendían como se había podido pagar una carrera y un caballo el hijo de una lavandera. Todo el pueblo era así.
Estas imágenes que ocupaban su mente sólo cedían su sitio a otra mucho más angustiosa: el cuadro del pintor David retratando al revolucionario francés Marat muerto en la bañera donde aliviaba su sífilis.
Aquilino estaba ya frente a la mansión del marqués.
El otoño barnizaba de gris la fachada y las hojas caídas crujían bajo los cascos del caballo.
Nada más entrar llegó a sus oídos una secuen-cia de lamentos, que recorrían toda una octava del tono grave al agudo.
Se clavó en la mente de Aquilino una idea que él trató inútilmente de eliminar: el mal de Venus, el mal de Venus, el mal de Venus; así una y otra vez, obsesivamente.
Subió a la habitación del enfermo, venciendo con dificultad su propia resistencia. No se atrevió a mirar de frente el rostro del marqués. Casi contra su voluntad levantó la sábana que cubría el cuerpo doliente.
Estaba acostumbrado a la contemplación del dolor en sus aspectos más crudos y repug-nantes. Al fin y al cabo ese es un tributo al que está obligado un médico. Pero un minuto después le fue imposible recordar qué operación había realizado antes: si cerrar los ojos y taparse las narices, o volver a cubrir con la sábana aquel cuerpo atormentado.
8 DE MARZO DE 2007
ALEJANDRO DE PABLO