LA MALETA
LA BENDITA POSGUERRA
¿Cuánto pesaría aquella maleta? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta kilos?
¿Qué edad tenía yo?
Eso lo sé seguro: catorce años.
Y había otros tres datos ciertos. Primero: que yo, en aquel mes de agosto, estaba hambriento desde que había terminado la guerra en abril. Segundo: que aquella maleta que yo difícilmente conseguía levantar del suelo había pasado varios días en el pueblo de mi cuñado. Y tercero y principal: que mi cuñado había abarrotado la maleta de garbanzos, judías, hogazas, perniles de cerdo, embutidos, harina y... ¿Para qué seguir? ¿Había quedado algo en el sobrado donde mi cuñado guardaba la cosecha y la matanza de todo el año?
Entre mi cuñado y yo habíamos metido la maleta en el tren. Y con la debida astucia yo había logrado arrastrar la maleta hasta debajo de un asiento para no dejarla a la vista de la pareja de la guardia civil.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Príncipe Pío, aproveché el tumultuoso ajetreo de mis compañeros de viaje para transportar la maleta sin que nadie me viera derrengarme bajo su peso; la arrastré a duras penas hasta el andén y me dirigí a la salida.
Y aquí estaba el segundo problema: para salir de la estación había que pasar por una especie de fielato formado por una barrera de celosos funcionarios que sopesaban las maletas para comprobar si la carga correspondía a la declaración tópica - Sólo llevo un traje y unas mudas - o si había gato encerrado.
La última maniobra la tenía bien estudiada; la había practicado con éxito en mis viajes anteriores. En esta ocasión me pareció que iba a tener mayores dificultades porque la dichosa maleta era lo que se dice un muerto.
Me restregué las manos una con otra para activar la circulación de la sangre y me dije: Vamos allá.
No había perdido el optimismo. El contenido de maletas como aquella nos había permitido a toda la familia mantenernos en buena forma física durante todo el tiempo que llevábamos de posguerra; y para que también el espíritu se sintiera en la Gloria bastaba contemplar la maleta abierta cuando mostraba sus tesoros en la cocina.
En ocasiones como aquella echaba de menos la fuerza de mi hermano, que hubiera transportado la maleta sin excesiva dificultad, pero ahí estaba el peligro, precisamente. A mi favor jugaba mi corta edad. ¿Quién podría sospechar que el fantástico tesoro encerrado en la maleta había sido confiado a un mozo imberbe? ¿Quién podría confundir con un estraperlista a un chaval de aspecto delicado?
Ahora estaba frente a aquel muro de empleados que tanteaban el peso de las maletas para conjeturar su contenido. Estaban colocados formando una barrera casi continua, de modo que entre cada dos hombres la separación era de escasamente un metro. Pasar inadvertido era totalmente imposible.
- Ropa interior y un par de libros - dije poniendo cara de tonto.
Al mismo tiempo concentré toda mi energía en el bíceps de mi brazo derecho y traspasé al bíceps el peso de la maleta, desafiando las leyes de la gravedad. El funcionario puso la mano debajo de la maleta, apreció un peso de seis o siete kilos y aceptó mentalmente que, en efecto, se trataba de ropa interior y un par de libros; quizá hubiera además un cepillo de dientes, pero nadie hacía estraperlo con cepillos de dientes. ¡Ya podía pasar!
A la entrada de la estación estaba mi hermano mayor.
¿Cuánto pesaría aquella maleta? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta kilos?
¿Qué edad tenía yo?
Eso lo sé seguro: catorce años.
Y había otros tres datos ciertos. Primero: que yo, en aquel mes de agosto, estaba hambriento desde que había terminado la guerra en abril. Segundo: que aquella maleta que yo difícilmente conseguía levantar del suelo había pasado varios días en el pueblo de mi cuñado. Y tercero y principal: que mi cuñado había abarrotado la maleta de garbanzos, judías, hogazas, perniles de cerdo, embutidos, harina y... ¿Para qué seguir? ¿Había quedado algo en el sobrado donde mi cuñado guardaba la cosecha y la matanza de todo el año?
Entre mi cuñado y yo habíamos metido la maleta en el tren. Y con la debida astucia yo había logrado arrastrar la maleta hasta debajo de un asiento para no dejarla a la vista de la pareja de la guardia civil.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Príncipe Pío, aproveché el tumultuoso ajetreo de mis compañeros de viaje para transportar la maleta sin que nadie me viera derrengarme bajo su peso; la arrastré a duras penas hasta el andén y me dirigí a la salida.
Y aquí estaba el segundo problema: para salir de la estación había que pasar por una especie de fielato formado por una barrera de celosos funcionarios que sopesaban las maletas para comprobar si la carga correspondía a la declaración tópica - Sólo llevo un traje y unas mudas - o si había gato encerrado.
La última maniobra la tenía bien estudiada; la había practicado con éxito en mis viajes anteriores. En esta ocasión me pareció que iba a tener mayores dificultades porque la dichosa maleta era lo que se dice un muerto.
Me restregué las manos una con otra para activar la circulación de la sangre y me dije: Vamos allá.
No había perdido el optimismo. El contenido de maletas como aquella nos había permitido a toda la familia mantenernos en buena forma física durante todo el tiempo que llevábamos de posguerra; y para que también el espíritu se sintiera en la Gloria bastaba contemplar la maleta abierta cuando mostraba sus tesoros en la cocina.
En ocasiones como aquella echaba de menos la fuerza de mi hermano, que hubiera transportado la maleta sin excesiva dificultad, pero ahí estaba el peligro, precisamente. A mi favor jugaba mi corta edad. ¿Quién podría sospechar que el fantástico tesoro encerrado en la maleta había sido confiado a un mozo imberbe? ¿Quién podría confundir con un estraperlista a un chaval de aspecto delicado?
Ahora estaba frente a aquel muro de empleados que tanteaban el peso de las maletas para conjeturar su contenido. Estaban colocados formando una barrera casi continua, de modo que entre cada dos hombres la separación era de escasamente un metro. Pasar inadvertido era totalmente imposible.
- Ropa interior y un par de libros - dije poniendo cara de tonto.
Al mismo tiempo concentré toda mi energía en el bíceps de mi brazo derecho y traspasé al bíceps el peso de la maleta, desafiando las leyes de la gravedad. El funcionario puso la mano debajo de la maleta, apreció un peso de seis o siete kilos y aceptó mentalmente que, en efecto, se trataba de ropa interior y un par de libros; quizá hubiera además un cepillo de dientes, pero nadie hacía estraperlo con cepillos de dientes. ¡Ya podía pasar!
A la entrada de la estación estaba mi hermano mayor.
- Te la regalo.
Y me froté el bíceps derecho, que estaba completamente entumecido.
Mi hermano hizo gala de su habitual humor negro:
- ¿Y los pollos?
Descargado de la maleta monstruosa yo había recuperado la alegría de vivir:
- A esos les he dado las señas de casa y los he mandado volando.
En materia de pollos tenía un recuerdo agridulce. La única vez que me habían cazado en el fielato de la estación fue en vísperas de unas Navidades. Se trataba de cuatro pollos vivos y gordísimos alimentados con grano de la mejor calidad. Iban atados por las patas y colgaban cabeza abajo, como debe ser. Pero no parecían muy interesados en participar en las fiestas de Navidad y al llegar al fielato se pusieron a cacarear insistentemente pidiendo socorro. Si había alguna remota posibilidad de que pasaran inadvertidos, quedó anulada por aquella escandalosa petición de auxilio. Un funcionario me miró como si yo fuera un miembro de la mafia y me invitó a pasar por aquella mesa. Al parecer se trataba sólo de pagar un arancel por los pollos; de modo que la cosa no era tan grave, al fin y al cabo. Me acerqué a la mesa, contemplé a los empleados, absortos en su importante tarea fiscal, busqué con la mirada a uno que estuviera libre en aquel momento y como todos estaban abrumados de trabajo decidí generosamente proporcionarles todo el alivio que estuviera en mi mano y emprendí el camino hacia la puerta. Los pollos habían callado ya, perdida la esperanza de que nadie oyera sus gritos de auxilio en medio de aquella algarabía, y un hermoso sol de diciembre les dio la bienvenida a Madrid cuando en mi compañía salieron del recinto de la estación.
3 de marzo de 2007
Alejandro de Pablo
3 Comments:
Poco estraperlo a pasado el que escribe
SALUDOS GREMIALES
El paso de los controles en las estaciones no era así de facil en aquellos tiempos.
Por lo demas me ha gustado mucho el relato.
Permafrost
Lo más importante es su verosimilitud, no que el autor haya vivido los hechos que narra. ¿Acaso hay que reprochar a Cervantes no haber sido un caballero andante?
Gran relato, buen retrato, bien narrado.
¡Salud!
Zifar.
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